EL MAPA Y EL TERRITORIO

En 2010 Michel Houellebecq publicó El mapa y el territorio que fue editado en español por Anagrama al año siguiente en traducción de Jaime Zulaika. Nacido en 1958, Houellebecq es poeta, ensayista y novelista con una amplia carrera literaria (Las partículas elementales, El mundo como supermercado, Poesía) que lo han convertido en una estrella literaria primero en el mundo francófono y luego a escala global lo que le ha conducido, como no podía ser menos, a recibir todo tipo de críticas, más positivas que negativas, mejor o peor fundamentadas. “—Voy a escribir el catálogo de su exposición —prosiguió Houellebecq—. Pero ¿está seguro de que le conviene? Los medios de comunicación franceses me detestan realmente, hasta un punto increíble, ¿sabe? No pasa una semana sin que una u otra publicación me cague en la cara. —Lo sé, he consultado Internet antes de venir.”

No me encuentro capacitado −y menos cuando se trata de una traducción− para convenir con unos o con otros. Sí creo en la oportunidad y el interés de esta su última novela que le ha permitido lograr el Premio Goncourt que es, quizá, el más prestigioso de las letras francesas. En esta sección estamos recomendando obras literarias que se ocupen del arte directa (tratados técnicos, filosóficos, biografías) o indirectamente como auténticas creaciones artísticas como es el caso que nos ocupa. Sin pretender arrogarme ninguna dote profética sí me atrevo a aventurar que esta novela es también un auténtico documento literario como muestra del arte, el artista y la sociedad que los ha disfrutado a finales del siglo XX y principios del XXI.

A pesar de que la frase es, también, la base de la primera y exitosa serie de obras del protagonista y en la que ya se nos descubre el desapego por lo real (“Un gran cartel obstruía la entrada de la sala, dejando al lado aberturas de dos metros donde Jed había colocado juntas una foto satélite tomada en las inmediaciones del globo de Guebwiller y la ampliación de un mapa Michelin «Departamentos» de la misma zona. El contraste era extraordinario: la foto satélite sólo mostraba una sopa de verdes más o menos uniformes sembrados de vagas manchas azules, mientras que el mapa desarrollaba una rejilla fascinante de carreteras departamentales, pintorescas, de vistas panorámicas, bosques, lagos y puertos de montaña. Encima de las dos ampliaciones, en letras mayúsculas negras, estaba el título de la exposición: «EL MAPA ES MÁS INTERESANTE QUE EL TERRITORIO»”), El mapa y el territorio parte de la idea de que el ser humano puede terminar confundiendo, en algún momento de su vida o a lo largo de toda ella, la realidad (el territorio) con su representación (el mapa) y este es el caso paradigmático de un artista ficticio, Jed Martin, que parece incapaz de vivir su propia existencia, que se deja llevar por las circunstancias sin que sea, realmente, el protagonista de una aplaudida carrera como creador puesto que resulta incapaz de asumir el protagonismo de los pequeños avatares diarios que terminan por configurar, en su aparente y reiterada nimiedad, toda una vida.

Jed Martin es un cobarde. Y esa cobardía hace que terminen por dejarle solo, de forma voluntaria o involuntaria, los individuos con los que podría haber profundizado en la complejidad enriquecedora de las relaciones humanas: su madre, Olga, su padre, el prologuista de un catálogo (el propio Houellebeck que se autorretratairónicamente “Era público y notorio que Houellebecq era un solitario con fuertes tendencias misantrópicas y que apenas le dirigía la palabra a su perro.”— como un protagonista más de la novela −una actitud muy posmoderna− y que termina encontrando un sorprendente final), tantos y tantos otros…. :

“En la realización de los cuadros de la «serie de oficios sencillos», Jed Martin empleó un poco más de siete años. Durante este plazo no vio a mucha gente, no entabló ninguna relación nueva, ya fuera sentimental o simplemente amistosa”.

La novela ofrece un amplio panorama del concepto de arte que sobrevuela en los sectores más “entendidos” de esta materia:

“A Jed le interrogarían en numerosas ocasiones sobre lo que, en su opinión, significaba ser artista. No habría de encontrar nada interesante ni muy original que decir, exceptuando una sola cosa que en consecuencia repetiría casi en cada entrevista: ser artista, en su opinión, era ante todo ser alguien sometido. Sometido a mensajes misteriosos, imprevisibles, que a falta de algo mejor y en ausencia de toda creencia religiosa había que calificar de intuiciones; mensajes que no por ello ordenaban de manera menos imperiosa, categórica, sin dejarte la menor posibilidad de escabullirte, a no ser que perdieras toda noción de integridad y de respeto por ti mismo. Esos mensajes podían entrañar la destrucción de una obra, y hasta un conjunto entero de obras, para emprender una nueva dirección o incluso a veces sin un rumbo en absoluto, sin disponer de ningún proyecto, de la menor esperanza de continuación. En este sentido, y sólo en este sentido, la condición de artista podía calificarse de difícil. En este sentido también, y sólo en él, se diferenciaba de esas profesiones u oficios a los que rendiría homenaje en la segunda parte de su carrera, la que le granjearía un renombre mundial.”

Houellebeck no desdeña exponer de manera irónica la situación del comercio del arte y de la crítica; selecciono un largo fragmento en el que puede apreciarse esta aseveración.

“Lo que Marylin designaba con el nombre de cuadro Bugatti era en realidad El ingeniero Ferdinand Piech visitando los talleres de producción de Molsheim, donde, en efecto, se reproducía el Bugatti Veyron 16.4, el automóvil más rápido —y el más caro— del mundo. Equipado con un motor de dieciséis cilindros en W, de una potencia de 1.001 caballos, completado con cuatro turbopropulsores, pasaba de 0 a 100 kilómetros por hora en 2,5 segundos y alcanzaba una velocidad punta de 407 kilómetros por hora. Ningún neumático disponible en el mercado era capaz de resistir unas aceleraciones semejantes, y Michelin había tenido que desarrollar gomas específicas para este vehículo.

Slim Helú permaneció delante del cuadro no menos de cinco minutos y se desplazó muy poco, alejándose y aproximándose unos centímetros. Jed observó que había adoptado la distancia de visión ideal para un lienzo de aquel formato; a todas luces, era un auténtico coleccionista.

Después, el multimillonario mexicano se volvió y se dirigió a la salida; no había saludado ni hablado con nadie. Al pasar, François Pinault le lanzó una mirada acerada; ante un competidor así, en efecto, el hombre de negocios bretón no habría tenido tanta vara alta. Sin devolverle la mirada, Slim Helú se subió a una limusina Mercedes negra, estacionada delante de la galería.

A su vez, el enviado de Román Abramovich se acercó al cuadro Bugatti. Unas semanas antes de empezarlo, Jed había comprado en el rastro de Montreuil, por un precio irrisorio —no más que lo que costaba el papel usado—, unas cartulinas de números antiguos de Pékin-Information y de La Chine en construction, y el tratamiento tenía algo amplio y aéreo que lo emparentaba con el realismo socialista a la china. La formación en una ancha V del grupito de ingenieros y de mecánicos que seguían a Ferdinand Piéch en su visita a los talleres recordaba mucho, como más adelante observaría un historiador de arte particularmente belicoso y bien documentado, la del grupo de ingenieros agrónomos y de campesinos medio-pobres que acompañaban al presidente Mao Zedong en una acuarela reproducida en el número 122 de La Chine en construction y titulada: ¡Adelante los cultivos de arroz irrigados en la provincia de Hu Nan! Por otra parte, era la primera vez, como otros historiadores señalaban desde hacía mucho, que Jed había ensayado la técnica de la acuarela. El ingeniero Ferdinand Piéch, que caminaba dos metros por delante del grupo, parecía que flotaba más que andaba, como si levitase unos centímetros por encima del suelo de epoxi claro. Tres puestos de trabajo en aluminio acogían chasis de Bugatti Veyron en diferentes fases de fabricación; en segundo plano, las paredes, totalmente acristaladas, daban al panorama de los Vosgos. Houellebecq comentaba en su texto del catálogo que, por una curiosa coincidencia, este pueblo de Molsheim, y los paisajes de los Vosgos que lo rodeaban, estaban ya en el centro de las fotografías, del mapa Michelin y de satélite, con las cuales Jed había decidido abrir diez años antes su primera exposición personal.

Este simple comentario, en el que Houellebecq, espíritu racional y hasta estrecho, no veía realmente nada más que la relación de un hecho interesante, pero anecdótico, induciría a Patrick Kéchichian a redactar un artículo inflamado, más místico que nunca: tras habernos mostrado un Dios copartícipe con el hombre en la creación del mundo, escribía, el artista, culminando su movimiento hacia la encarnación, nos mostraba ahora a Dios descendido entre los hombres. Lejos de la armonía de las esferas celestiales, Dios había venido ahora a «hundir las manos en la grasa sucia» para que se rindiera homenaje, mediante su presencia plena, a la dignidad sacerdotal del trabajo humano. Hombre verdadero y Dios verdadero Él mismo, había bajado a ofrecer a la humanidad laboriosa el don sacrificante de su amor ardiente. ¿Cómo no reconocer, insistía Kéchichian, en la actitud del mecánico de la izquierda que abandonaba su puesto de trabajo para seguir al ingeniero Ferdinand Piéch, la actitud de Pedro dejando sus redes como respuesta a la invitación de Cristo: «Sígueme y yo te haré pescador de almas»? Y hasta en la ausencia del Bugatti Veyron 16.4 en su última fase de fabricación discernía una referencia a la Nueva Jerusalén.”

Y he escrito paradigmático porque la figura de Ted Martin ejemplifica muchas de las piruetas plásticas del arte de los últimos decenios. Este aspecto me resulta especialmente interesante porque, con un más que aceptable conocimiento del asunto, pone encima de la mesa la desaparición del sistema de las vanguardias y su sustitución por otro más complaciente para con el propio creador y para la sociedad de consumo al que se dirige. Y también, como hemos visto, una descripción de muchos de los temas y técnicas con las que los artistas de hoy afrontan el proceso de creación en un mundo en el que lo digital, lo virtual, se enseñoreado de todo tipo de actividades (“Al cabo de quince años de tomar imágenes y montarlas, disponía de alrededor de tres mil módulos, medianamente extraños, de una duración media de tres minutos; pero sólo se desarrolló realmente su obra cuando se puso a buscar un programa informático de sobreimpresión.”), incluidas aquellas que se habían convertido en paradigmáticas de la excelencia plástica:

“Retorno a la pintura o a la escultura, o sea, retorno al objeto. Pero en mi opinión se debe sobre todo a razones comerciales. Un objeto es más fácil de almacenar o revender que una instalación o una performance. La verdad es que nunca he hecho performances, pero me parece que tengo algo en común con ellas. Un cuadro tras otro intento construir un espacio artificial, simbólico, donde pueda representar situaciones que tengan un sentido para el grupo.”

Esa dialéctica objeto frente a idea, se está convirtiendo en el grito de guerra de muchos artistas jóvenes hartos de la tomadura de pelo que supone gran parte del arte conceptual que es adquirido por los museos y colecciones para ocupar sitio en el polvoriento almacén de los recuerdos.

En definitiva, El mapa y el territoriome parece que es una obra que resume de forma espléndida el sentimiento de decadencia y abandono que se ha apoderado de Francia (y de toda la civilización occidental) en los últimos tiempos, tal como aparece recogido en los postreros párrafos de la novela:

“A Jed le había impresionado entonces la densidad amenazadora de los bosques que rodeaban las fábricas al cabo de apenas un siglo de inactividad. Sólo habían rehabilitado las que podían adaptarse a su nueva función cultural; las demás se desintegraban poco a poco. Aquellos colosos industriales, donde antaño se concentraba el grueso de la capacidad productiva alemana, ahora estaban herrumbrosos, medio derruidos, y las plantas colonizaban los antiguos talleres, se infiltraban entre las ruinas y las envolvían gradualmente en una selva impenetrable.

La obra que ocupó los últimos años de la vida de Jed Martin puede, pues, considerarse —es la interpretación más inmediata— una meditación nostálgica sobre el fin de la era industrial europea, y más en general sobre el carácter perecedero y transitorio de toda industria humana. Esta interpretación es, sin embargo, insuficiente para explicar el malestar que nos invade al ver esas patéticas figuritas parecidas a las del Playmobil, perdidas en medio de una ciudad futurista abstracta e inmensa que a su vez se desmorona y se disocia y a continuación parece desperdigarse poco a poco en la inmensidad vegetal que se extiende hasta el infinito. De ahí ese sentimiento de desolación que se apodera de nosotros a medida que las representaciones de los seres humanos que habían acompañado a Jed Martin en el curso de su vida terrenal se desmigajan bajo el efecto de las intemperies y luego se descomponen y se deshacen en jirones, y que en los últimos vídeos parecen simbolizar la aniquilación generalizada de la especie humana. Se hunden, por un instante parece que se debaten hasta que las asfixian las capas superpuestas de las plantas. Después todo se calma, sólo quedan hierbas agitadas por el viento. El triunfo de la vegetación es absoluto.”

Bueno, no con mucha alegría como puede comprobarse pero desde luego una obra imprescindible para entender la sociedad, la literatura y el arte de los primeros años del siglo XXI.


Por Arturo Caballero Bastardo.