GRAFITI O MUERTE

A propósito de El francotirador paciente, de Arturo Pérez Reverte. Editado por Alfaguara en 2013 (312 págs.).
También podéis comprarlo, bastante más económico, en e-book

Todas las mañanas cuando voy a instituto me encuentro con la pintada que encabeza el artículo en la persiana de cierre de un súper, nada más entrar en el barrio de Las Delicias. Y me ha parecido adecuado titular las reflexiones que siguen con ese grito, más retórico que real, porque encaja a la perfección con el tema que vamos a desarrollar y porque nos pone de cara a un problema de contaminación visual que contribuye a enmerdar más el ya deplorable estado de nuestros pavimentos, parques, aceras y paredes. Quede claro que no me posiciono, necesariamente, en contra del grafiti. Pero no creo que cualquiera de las múltiples pintadas (como tan bien nos aclaró en una didáctica conferencia la artista y dinamizadora cultural Carmen Palenzuela) tengan que ser necesariamente «arte», sea cual sea el sentido que demos a este término. Para todo hay clases y sin que intentemos imponer ningún criterio, criterios haylos.

El autor de la novela que estamos glosando, por el contrario, parece asumir otra postura: «Ahora el único arte posible, honrado, es un ajuste de cuentas. Las calles son el lienzo. Decir que sin grafiti estarían limpias es mentira. Las ciudades están envenenadas. Mancha el humo de los coches y mancha la contaminación, todo está lleno de carteles con gente incitándote a comprar cosas o a votar por alguien, las puertas de las tiendas están llenas de pegatinas de tarjetas de crédito, hay vallas publicitarias, anuncios de películas, cámaras que violan nuestra intimidad… ¿Por qué nadie llama vándalos a los partidos políticos que llenan las paredes con su basura en vísperas de elecciones?» E insiste en ello: «… según las autoridades, el grafiti destruye el paisaje urbano; pero nosotros debemos soportar los luminosos, los rótulos, la publicidad, los autobuses con sus anuncios y mensajes estúpidos… Se adueñan de toda superficie disponible, me dijo. Hasta las obras de restauración de edificios se cubren con lonas de publicidad. Y a nosotros nos niegan el espacio para nuestras respuestas. Por eso el único arte que concibo, repetía, es joder todo eso.»

Evidentemente que no todo lo que aparece en boca de los protagonistas de una novela se debe al sistema de creencias o a la ideología de un autor pero sí podemos convenir, a través de las entrevistas de Pérez Reverte en la prensa a raíz de la presentación de la obra que, al menos, un cierto grado de simpatía hay hacia este tipo de posturas.

Dicho lo cual, parece oportuno que nos centremos en el tema: el libro trata una búsqueda; la de un grafitero (Sniper) por parte de una crítica e historiadora del arte quien le ofrece una gran exposición antológica en una institución de prestigio con una publicación acorde con la expectativa levantada por un creador de su supuesta categoría. Esta situación se complica con otra búsqueda, con diferentes intenciones, que pone en peligro la vida de los protagonistas y sus allegados a través de episodios en Madrid, Lisboa, Verona, Roma y Nápoles.

Marcados perfectamente los límites de lo que vamos a hablar, convendría hacer alguna objeción de principio y es que, aunque todas las comparaciones son odiosas, cuando leemos El francotirador paciente no podemos dejar de acordarnos de El pintor de batallas(ver artículo.7 de esta sección). Ambas poseen, además de estar escritas por Arturo Pérez Reverte, un denominador común: sus protagonistas son pintores que no se atreven afrontar en primera persona su propia vida.

Sniper, por ejemplo, se dedica a planificar acciones que ejecutan jóvenes obnubilados por su fama, jóvenes a los que considera que ayuda a lograr esos quince minutos de fama a los que todo el mundo, según Warhol, tiene derecho:

«—Nadie habla de asesinar. Yo no mato a nadie, cuidado. No es lo mismo. Yo sólo planteo el absurdo.

Son otros los que, a su costa, rellenan la línea de puntos. (…).

—Les doy gloria —dijo tras unos segundos en los que sólo escuché el sonido de los aerosoles—. Les doy olor fresco de napalm por la mañana. Les doy…

—¿Treinta segundos sobre Tokio?

—Exacto. Viven el ramalazo de sentir el peligro que llega. De ir allí donde saben que pueden morir.

Dignos, responsables al fin.»

Y también: «Infiltrarse, combatir. Esconderse y sentir el pálpito del corazón mientras oyen moverse a quienes los buscan… Muchos me deben eso.

—Y luego mueren.

—Algunos. Todos morimos, tarde o temprano. ¿Acaso pretenden vivir eternamente?» Y más adelante:» —Es falso que estimes a alguien —cada vez lo veía más claro—. Nos desprecias a todos. Hasta a los que te siguen. Quizá porque te siguen.

—También el desprecio puede ser fundamento de la obra artística.»

Sin embargo las diferencias son notables. El pintor de batallas está mucho más elaborado, es más profundo, me parece mucho más denso y trascendente. Por el contrario, El francotirador paciente es mucho más ligero, más lineal, más accesible tanto por la facilidad de su lectura como por el propio tema que desarrolla, de tal forma que bien parece que pudiese tratarse de una obra pensada en adolescentes («Había grupos de jóvenes vestidos de forma idéntica diseminados por la plaza, saltando con el skate o de charla en los bancos cubiertos de marcas y pintadas. Chicos duros, con pocas esperanzas, que emitían en su propia longitud de onda. Carcoma despiadada del mundo viejo, cabeza de playa de una Europa mestiza, bronca, diferente. Sin vuelta atrás.») más que en un público formado y exigente. Precisamente por ello no me parece mala idea realizar algunas observaciones al respecto, en especial por si estas líneas sirven para que alguno de nuestros alumnos, especialmente los míos del Bachillerato de Artes, se animen a su lectura.

Considero que hay concesiones al cambio de modelo social cuando convierte en protagonista de su obra, escrita en primera persona, a una historiadora del arte lesbiana especializada en el mundo contemporáneo. Este hecho no añade ningún valor, ni positivo ni negativo al argumento; en consecuencia, tratándose de algo gratuito, es de agradecer que se maneje el asunto como algo irrelevante.

Como me admitiréis, ni quiero contar la trama ni, mucho menos, la resolución de la misma. Voy a centrarme en algunos aspectos que me han parecido interesantes.

La obra, como era de esperar, se incardina en una crítica al consumo del arte en la sociedad contemporánea que llega a la sobrevaloración de cualquier objeto:

«Sólo aquellas docenas de papeles y cartones, pensé, sus manchas de color, calaveras, troquelados y trazos de pintura, valdrían ya una fortuna con la firma de Sniper al pie y un certificado en regla que los autentificase. Ese taller contenía millones potenciales de euros, de dólares, de rublos.

Lo dije en voz alta. Esto vale una fortuna, alegué. Un boceto, una simple maqueta o prueba en papel para trenes o autobuses rabiosamente coloreada, puede venderse por un dineral. Expuestos en el MoMA para la consagración oficial, subastados luego en Claymore, o Sotheby’s. Una locura.

—Cualquier coleccionista ávido —añadí—, cualquier rico caprichoso, pagarían sin rechistar cuanto les pidieran. Hasta los grafitis de estas paredes se los llevarían, troceados a tamaño manejable.»

No creo que sea necesario profundizar más.

No falta, como es lógico en cualquier novela sobre artistas que se precie, una descripción del estudio del creador que, como no podía ser menos en los tiempos que corremos, posee sus peculiaridades técnicas:

«Lo seguí escalera abajo, conteniendo mi júbilo. Había una puerta interior en el amplio y gris vestíbulo. La abrió y nos encontramos en un garaje sucio convertido en estudio de pintura, aunque tales palabras no sean las que mejor definen el lugar. Yo había visto otros talleres de pintores, antes. Muchos. Y nada tenían que ver con aquel lugar cuyos muros estaban saturados de grafitis superpuestos, tachados sobre tachados, sin un solo lienzo pintado pero lleno todo de cartones con pruebas para ser llevadas a paredes de la calle, stencils de papel recortado, croquis preparatorios para bombardear vagones de tren y autobús, planos de varias ciudades con marcas y señales de colores, centenares de aerosoles de pintura nuevos o vacíos apilados por todas partes, mascarillas protectoras, herramientas para abrir candados o cerraduras, romper cadenas, cortar telas metálicas… Sobre una mesa de caballete, entre un arcaico Fiat cubierto de polvo y un banco con herramientas de mecánico, había tres pantallas de ordenador, un teclado y dos impresoras para escaneos de gran formato, pilas de libros sobre arte y grafiti, reproducciones de cuadros clásicos sobre las que Sniper había ejecutado irreverentes intervenciones personales. Vi calaveras mejicanas pegadas o pintadas sobre la Mona Lisa, y sobre la Isabel Rawsthorne de Bacon, y sobre la Santa Cena de Leonardo… Junto a la puerta, como un centinela de tamaño natural, se erguía una mala copia en yeso del David de Miguel Ángel con una máscara de luchador mejicano y el torso garabateado con firmas de Sniper. Y algo más allá, pintada con aerosol en una pared, una parodia magnífica de El Ángelus de Millet, donde una tercera figura de mujer, cruzada de brazos, fumaba indiferente un cigarrillo mientras los otros dos personajes, inclinados para la oración, vomitaban sobre la Dánae de Tiziano recostada en el suelo. Aquello, concluí mirándolo todo, no era, desde luego, un taller de artista. Era un genial laboratorio de guerrilla urbana.»

Es una descripción que bien podría permanecer como canónica en el imaginario de un tipo de práctica artística.

En esta misma línea, me ha resultado de cierto interés, y hasta convincente, la descripción que Pérez Reverte realiza de la iniciación de la historiadora en la práctica del grafiti:

«Así que era eso, concluí. Treinta segundos sobre Tokio. La excitación intelectual, la tensión física, el desafío a tu propia seguridad, el miedo dominado por la voluntad, el control de sensaciones y emociones, la inmensa euforia de moverse en la noche, en el peligro, transgrediendo cuanto de ordenado el mundo establecía, o pretendía establecer. Moviéndote con sigilo de soldado en los estrechos márgenes del desastre. En el filo incierto de la navaja. De ese modo avanzaba aquella noche junto a mis casuales compañeros: encorvada, cauta, escudriñando la oscuridad, atenta a las amenazas que pudieran surgir desde las sombras. Los vagones cisterna del tren estaban allí mismo, pesados, oscuros, cada vez más grandes, cada vez más cerca y al fin cerca del todo, al alcance de mi mano que se apoyaba en la superficie fría, metálica, áspera y ligeramente curva: el lienzo único sobre el que Flavio ya aplicaba la boquilla de su aerosol, la pintura liberada con un siseo de gas al escapar de su confinamiento, colores dispuestos a cubrir con su particular esencia, o identidad, cuanto de prohibido, de formal, de injusto, de arrogante, encerraban las ciudades y las normas y la vida. Habría gritado de gozo en ese momento para comunicar al Universo entero lo que estábamos haciendo. Lo que acabábamos de conseguir.» 

El tema crucial que se plantea, creo yo, es hasta qué punto es real y convincente la postura de un artista grafitero que dice vivir y trabajar en la calle a despecho del mundo del arte y no de un calculador (estoy pensando en el ejemplo de Banksy con el que bien podría relacionarse la práctica artística que se atribuye a Sniper) que crea un suspense sobre su obra hasta que pueda convertirse en un hombre rico gracias a su comercialización:

«—Si fueras un fraude, sería imperdonable —añadí.

—Eso nadie puede saberlo hasta el final, ¿no es cierto?… Mientras tanto, habrá que concederme el beneficio de la duda. (…)

—El único arte posible —añadió — tiene que ver con la estupidez humana. Convertir un arte para estúpidos en un arte donde serlo no salga gratis. Elevar la estupidez, lo absurdo de nuestro tiempo, a obra maestra.

—Y eso es lo que tú llamas intervenciones.

—Exacto.»

Desgraciadamente, el sorprendente y abrupto final de la novela nos impide conocer la verdad sobre el asunto.

También me han parecido buenas las frases en las que se describe la configuración de un nuevo paisaje urbano, una nueva forma de galería o museo sin citas previas ni entradas, abierto a quien quiera acercarse a cualquier hora, sin ningún tipo de censura, como ocurría, en sus orígenes, en la web:

«A partir de allí había grandes pilares de hormigón, como cimientos de un edificio situado encima. Pilares y muros estaban cubiertos de grafitis desde el suelo al techo: una espectacular galería decorada hasta la saturación, pintura sobre pintura, desde simples tags con rotulador hasta piezas complicadas hechas con aerosol, superpuestos unos a otros en un despliegue espectacular de trazos y color.

—Es nuestra capilla Sixtina…

Varias generaciones de escritores pasaron por aquí.

El círculo de luz recorría los muros en mi honor: centenares de grafitis torpes, brillantes, mediocres, geniales, obscenos, cómicos, reivindicativos, se extendían alrededor y sobre mi cabeza.

—Dentro de unos siglos — comentó Sniper—, después de una guerra nuclear o cualquier otra catástrofe que mande lo de arriba al diablo, los arqueólogos descubrirán esto, impresionados.

Movió la cabeza, convencido de su propio argumento.

—Es cuanto quedará del mundo: ratas y grafitis.»

Una visión un tanto desoladora y negativa pero muy propia de un pensamiento en proceso de maduración como se supone en los jóvenes.

En definitiva, creo que a pesar de las objeciones iniciales, se trata de un libro de un cierto interés tanto por la actualidad del tema como porque huye del maniqueísmo y no sólo habla de certezas, también lo hace de dudas; de gestos de altruismo (en los más jóvenes) y de cobardías en los más mayores que deben buscarse la forma de ganarse el pan:

«Era simple condición humana: todo claudicante necesita a otros, del mismo modo que un traidor anhela que haya más traidores. Eso significa consuelo, o justificación, y permite dormir mejor. El ser humano pasa la mayor parte de su vida buscando pretextos para atenuar el remordimiento propio. Para borrar claudicaciones y compromisos. Necesita la infamia ajena para sentirse menos infame. Eso explica el recelo, la incomodidad, incluso el rencor suscitados por quienes no transigen.»

Y todo ello porque, como os he dicho tantas veces en clase, los artistas suelen comer tres veces al día y tienen parejas e hijos a los que hay que dedicar tiempo y recursos.

¡Buena lectura!


Por  Arturo Caballero Bastardo. or Arturo Caballero Bastardo.