
LOS DIEZ LIBROS DE ARQUITECTURA
La obra de Marco Vitruvio Polión, Los diez libros de arquitectura no es una obra literaria de primer orden, pero es una Obra Clásica, con mayúsculas, del mundo del arte.
Y lo es desde sus primeras líneas en las que define la arquitectura como “una ciencia que debe ir acompañada de otros muchos conocimientos y estudios (…que…) se adquieren por la práctica y la teoría” siendo exigible al arquitecto que conozca una y otra: “… es preciso tener talento y afición al estudio; puesto que el talento sin el estudio, ni el estudio sin el talento pueden formar un buen arquitecto. Debe, pues, éste estudiar Gramática; tener aptitudes para el Dibujo; conocer la Geometría; no estar ayuno en Óptica; ser instruido en Aritmética y versado en Historia; haber oído con aprovechamiento a los filósofos; tener conocimientos de Música; no ignorar la Medicina; unir los conocimientos de la Jurisprudencia a los de la Astrología y los movimientos de los astros…“
En definitiva, que ya sabemos por qué cuesta tanto una casa.
Fuera ya de cualquier tipo de broma, no hay página de la que no se pueda extraer algún tipo de enseñanza, fundamentalmente a nivel práctico lo que hace la lectura amena y enriquecedora.
Se achaca a los romanos, frente a la indulgencia con la que habitualmente se ha tratado a los griegos, una falta de calidad estética en sus realizaciones artísticas; afortunadamente éste es un planteamiento superado y vistos los restos que persisten de su civilización, no podemos evaluar sino de forma positiva el legado que nos transmite Vitruvio; este espíritu pegado al suelo no impide que el arquitecto romano sea quien defina la arquitectura como la actividad que se compone “de orden, que los griegos llaman taxis; de euritmia o proporción (simetría, decoro) y de distribución, que en griego se dice oikonomía”.
Su libro abarca desde la concreción de los espacios urbanos a los materiales usados en el levantamiento de los edificios; en algunos casos se recurre a la antropometría (el famoso “hombre vitruviano” capítulo primero del libro III) para determinar las proporciones de las formas. Se analizan los órdenes de columnas, cuáles son los más adecuados para los templos; las características de los edificios urbanos (teatros y baños especialmente); las peculiaridades de las viviendas privadas (libro VI); la decoración pictórica (libro VII, capítulo cinco y siguientes). La obra concluye estudiando detenidamente algunos principios de ingeniería, como buen romano de la época de Augusto que era, en los libros VIII, IX y X.
Este criterio realista se pone de manifiesto a la hora de evaluar la calidad de la arquitectura: “Así pues, las obras realizadas se aprecian considerándolas desde estos tres puntos de vista, a saber, en cuanto a la exactitud de la ejecución del trabajo, a la magnificencia y a la disposición del conjunto. Cuando se ve una obra realizada con magnificencia, se ensalza al dueño por el coste de la obra; si se ve que el trabajo está hecho con habilidad, se elogia la destreza del albañil; pero si el edificio alcanza su mérito por su elegancia, proporciones y simetría, la gloria será para el arquitecto. Ahora bien, esto lo conseguirá el arquitecto cuando se preste a aceptar la sindicaciones tanto de los obreros como de los propietarios, pues, en efecto, todos los hombres y no sólo los arquitectos, están en condiciones de juzgar lo bueno: la diferencia entre arquitecto y propietario estriba en que el segundo no puede saber lo que será una obra hasta que no la ve terminada; en cambio el arquitecto, una vez que tenga en su mente formada la idea, ve, aun antes de emprender la obra, el efecto fututo de su belleza, de su utilidad y de su decoro”.
Aunque hay ediciones más modernas, he citado según la mía, ya vieja a estas alturas, en traducción de Agustín Blánquez para la editorial Iberia, Barcelona 1980.
Es un libro de lectura obligada para cualquier persona que se intente acercar con criterio a las obras de arte, especialmente a las arquitectónicas, a la tecnología y a las humanidades en general. Y no resulta difícil de leer. Así que, no hay excusas.
Por Arturo Caballero Bastardo