LO QUE ARRAIGA EN EL HUESO

Robertson Davies: Lo que arraiga en el hueso. Libros del Asteroide  |  Barcelona, 2009
487  p. 21,95 e. Traducción de Concha Cardeñoso

Robertson Davies (1913-1995) es uno de los escritores canadienses más conocidos de su país. Hijo de un senador propietario de un periódico, encontró en su familia el apoyo para dedicarse a las artes en su más amplio sentido. Se formó primero en Canadá y luego en Oxford donde llegaría a actuar como actor. A su retorno trabajó como editor de la revista Saturday Night lo que no le impidió desarrollar una extensa carrera literaria con obras de teatro, crítica, ensayos y novelas. Los últimos años de su vida, al mismo tiempo que seguía escribiendo, los empleó enseñando Literatura en Toronto.

A partir de los cincuenta había comenzado a crear novelas que organizó en trilogías. Rehuyó la innovación a cualquier costa y se acercó conscientemente al espíritu de la novela clásica lo que puede proporcionar a la lectura la sensación de que se está ante un libro más antiguo de lo que en realidad es. El que ahora nos ocupa pertenece a la denominada Trilogía de Cornish: Ángeles rebeldes (1981), Lo que arraiga en el hueso (1985) y La lira de Orfeo (1988) que giran alrededor de la figura de Francis Cornish, miembro de una notable familia canadiense que inicia una vida propia alejada de los negocios familiares y orientada, a partir de una traumática infancia, hacia el mundo del arte y el coleccionismo que, junto con habilidades poco recomendables, le convertirán en un hombre enormemente rico que donará, filántropo a su pesar, su herencia a diversas instituciones culturales de su país.

“Lo que arraiga en el hueso no se desprende de la carne”, dice un proverbio latino, y con él Davies intenta mostrar la importancia que poseen los acontecimientos vividos en la infancia en la conformación del carácter, y todo lo que de él deriva, en la vida de las personas. La novela puede leerse con independencia de las otras dos siendo, a pesar de ser la segunda desde el punto de vista de su publicación, la que explica el origen de la personalidad y la riqueza del protagonista. Con el alma dividida, en cierto modo, se hace eco, también, de la historia de su país y de la relación de dependencia respecto a Europa, especialmente de Inglaterra intentando encontrar una explicación para la definición de lo que es “ser canadiense”.

La estructura narrativa, que algunos críticos han querido ver como menos rica que la primera de la serie, enfrenta a un “daimon” (Maimas) y un ángel (Zadkiely) que van dando alternativamente su versión de un personaje de azarosa existencia, abandonado -debido a la actividad profesional y social de sus progenitores- al benevolente cuidado de sus abuelos y de una tía católica (frente al anglicanismo, más teórico que real, de su padre), con un hermano deficiente encerrado para evitar el rechazo de una sociedad cerrada y que encuentra en la fotografía y el dibujo, aprendido en un taller de embalsamador, la justificación a una existencia en la que se mostrará como un hombre sin apenas capacidad para las relaciones sociales, engañado en el amor, experto restaurador –y falsificador- de obras de arte y espía británico en Suiza en contra de los intereses nazis.

Lo que arraiga en el hueso es una novela de más carga cultural que intelectual. Divertida en muchas ocasiones, melancólica en otras y siempre llena de un profundo conocimiento de la naturaleza humana y del mundo que rodea al arte y sus veleidades.

¿Por qué es recomendable su lectura?

Pues porque Davies, además de mantenernos entretenidos, entra de lleno en la denominada querella entre los antiguos y modernos. Poseyendo una alta sensibilidad para el disfrute de la literatura, la música, la pintura, la escultura y las artes decorativas, conoce de primera mano, también, todas las reflexiones teóricas que se han realizado sobre ellas. Leed con detenimiento este texto: tenga en cuenta que los hombres que hicieron las pinturas que nos ocupan eran poetas, mejores poetas que pintores, salvo Burne-Jones, y eso que, como bien sabrá, escribía muy bien. ¿Qué tema trataban? Las pinturas ilustran la búsqueda del Grial, un tema mucho más apropiado para la poesía que para la pintura. ¿No le parece que el espíritu del Grial se evoca mejor con palabras que con imágenes? ¿Se me puede acusar de hereje por afirmar que a cada arte le corresponde la supremacía en una esfera diferente y, por tanto, se expone a grave peligro cuando invade otra? Pintar lo ilustrativo de una leyenda es convertir la pintura en una leyenda de segundo orden. La pintura que narra una historia es inútil porque es inmóvil: carece de movimiento, de matices y de posibilidades de cambiarlo, cualidades que resumen el alma de la narración. Las últimas frases (las primeras son una reflexión sobre los prerrafaelistas) os remitirán necesariamente al Laocoonte, de Lessing (lo hemos visto en clase y tenéis algunas citas en los apuntes de Teoría), en el que se analiza la relación que existe entre la imagen y la palabra y los límites que les son propios a cada una de ellas.

En otros casos se muestra deudor de iconólogos como Panofsky quien había analizado en su capítulo dedicado a “El padre Tiempo” de sus Estudios de Iconología (1939) el cuadro de Bronzino: Alegoría del triunfo de Venus (1540-50) que se conserva en la National Gallery de Londres: ¿Has mirado el cuadro de verdad? Has visto el logro del artista, pero ¿has entendido lo que está diciendo ahí? Venus tiene una manzana en una mano y una flecha en la otra. ¿Eso qué quiere decir? Te tiento y te reservo una herida. Y fíjate en las figuras secundarias: detrás de Cupido, la figura enloquecida de los Celos refleja claramente la desesperación, el amor despreciado y rechazado; el pequeño que representa el placer, dispuesto a lanzar pétalos de rosa sobre los amantes juguetones, fíjate en las espinas, a sus pies, y en esas máscaras de la ocultación y los engaños del mundo, con el gesto amargo de la edad; ¿quién es esa criatura que hay detrás del risueño Placer? Una carita pensativa y atractiva, un vestido elegante que casi nos esconde sus pies de león y su aguijón de serpiente, y sus manos, que ofrecen al mismo tiempo un panal de miel y algo bestial: sólo puede ser el engaño, el Fraude, en latín, que con tanta facilidad troca el amor en locura. ¿Quiénes son el viejo y la joven de la parte superior del cuadro? El Tiempo y la Verdad, sin duda, que apartan el paño para enseñar al mundo lo que significa un amor de esas características. El Tiempo y la Verdad, su hija. Un cuadro muy moral ¿no es así?

Con la ironía propia de quien se reconoce incapaz de ser tan original como los maestros de las vanguardias de principios del veinte, Francis Cornish, se refugia en la laboriosidad de aquellos pintores-artesanos que dominan una técnica que era despreciada por los grandes creadores del siglo: Yo no soy heredero de los maestros (como ve, soy, como me corresponde, modesto), sino de aquellos talentudos ayudantes, algunos de los cuales llegaron a ser maestros, a su vez. Conque ya ve, también en la época dorada de los que hoy llamamos “los grandes clásicos” con tanto respeto, el arte era comercio. Los grandes tenían talleres que, en realidad, eran tiendas donde se podía ir a comprar lo que se desease.

También es consciente de cuándo se produce el tránsito entre el pintor, o escultor, artesano y el Artista: Fue el romanticismo del siglo XIX lo que elevó al pintor por encima del comercio y le hizo despreciar las tiendas… convirtiéndolo en hijo de las musas… un hijo abandonado muchas veces, porque las musas no son maternales, en el sentido normal de la palabra. Y, al tiempo que el pintor se veía elevado por encima del comercio, se sentía superior al oficio, como los pobres desgraciados que pintaron los frescos que hemos visto hoy. Rebosaban arte, pero no se molestaban en dominar el oficio. El resultado: no supieron plasmar sus ideas satisfactoriamente y su obra ha quedado reducida a unas paredes sucias. Es triste, en cierto modo.

Una parte sustancial de la novela la dedica a los esfuerzos, y la habilidad, del protagonista por hacer pasar, con éxito, una obra suya por antigua. Este hecho le sirve para realizar jugosas reflexiones sobre qué sentido tiene la contemplación de una obra de arte: —Caballeros —dijo— sepan que el cuadro lo pinté yo. ¿Por qué? En parte, a modo de protesta por la adoración fanática que se profesa a nuestros maestros holandeses de tiempos pasados, cosa que suele ir acompañada del desprecio por los modernos. Nos dejamos arrastrar por el mal principio de que nada puede apreciarse sin despreciar otra cosa. ¡Nadie sabe pintar hoy como lo hacían los clásicos! Eso no es cierto, yo lo he demostrado y sé de muchos otros que podrían hacer lo mismo. No se hace, naturalmente, porque sería como poner disfraces a la pintura, una insinceridad, una imitación del estilo de otros. Estoy completamente de acuerdo con que el pintor debe trabajar según la moda de su época, hablando en términos muy generales, desde luego, pero no porque sea una moda degenerada, que se adopta únicamente porque no se pueda pintar tan bien como los grandes predecesores. Sean pacientes, se lo ruego. Todos ustedes han alabado mi trabajo por la calidad del color y la composición, por la fuerza de la emoción que inspira, como sólo lo consiguen las grandes obras. Todos ustedes le han dedicado en algún momento grandes palabras y algunos han llegado a afirmar que les gustaba mucho. ¿Qué es lo que les gustaba tanto? ¿La magia del gran nombre? ¿El encanto del pasado? ¿O la pintura que tenían delante de los ojos?

Este problema, que analizamos en las clases de Teoría del Arte, es el “leitmotiv” de un film como F for Fake de Orson Welles (1973).

Del problema que se plantea a los expertos, a los que deja boquiabiertos con su habilidad, pasa a los generados por la contemplación del cuadro en un museo. Sigue más adelante: su única obra maestra, Las bodas de Caná, que por entonces se exhibía ya en un lugar de honor de una gran galería de los Estados Unidos, donde los amantes del arte e incontables estudiantes con título universitario en Bellas Artes, que garantizaba sus conocimientos y su buen gusto, gozaban contemplándolo. Si la bomba explotaba algún día, no sería en Canadá ni hundiría a un amigo. No: eso era hipocresía y ya no tenía tiempo para ella. Seguro que una semana antes, cuando estaba empaquetando con sumo cuidado los estudios preliminares de Las bodas de Caná, más los que había hecho a posteriori, y etiquetándolos con su cuidadosa letra bastardilla: «Mis dibujos de estilo clásico, para la Galería Nacional», gracias a los cuales algún día alguien caería en la cuenta, la muerte le había ofrecido una vislumbre de su proximidad. Descubrirían quién había sido el Maestro Alquimista, no podía ser de otra manera; daría mucho que hablar, diseccionar y discutir a los sabihondos, quienes incluso escribirían artículos y hasta libros. Se escribirían vidas del Maestro Alquimista, pero ¿alguna vez se acercarían a la verdad o a los hechos, siquiera?

Francis Cornish es un particular falsario, alguien en línea semejante al Pierre Menard, autor del Quijote, de Jorge Luis Borges, quien no deseando aumentar el número de escritos originales reescribe un capítulo del Quijote. A diferencia de Clifford Irwin, Elmy de Hory o el propio Welles, protagonistas de Fake, no están movidos por motivos crematísticos. No lo necesitan. Son otras las motivaciones; en el caso de Cornish la autoestima y el desprecio a la ignorancia que domina el mundo cultural.

El escritor, cualquier escritor, no está inventando el mundo y no puede por menos que apropiarse de otros. Su habilidad fundamental estriba en que no se note. Davies posee suficiente ingenio para utilizar las reflexiones de los demás y de articularlas en un “corpus” intelectual que el lector interpreta como original suyo. Podrá criticársele todo lo que se quiera pero ¿eso no es, acaso, lo que denominamos cultura?

Y que lo hace con un toque de ironía es evidente en la frase con la que voy a cerrar estos párrafos: A todos admiraba su elocuencia. «Nuestro lugar en el mundo no puede ser el de la nación de los millones de espectadores de hockey y unas decenas de jugadores», decía, y citaba a Ben Jonson: «Aquel que no ama la pintura es perjudicial para la verdad y para toda sabiduría poética. La pintura es un invento celestial, el más antiguo, el más semejante a la naturaleza». (No continuaba con el fragmento, en el que Jonson dice sin ambages que la pintura es inferior a la poesía; el arte de las citas consiste en saber cuándo cerrarlas).


Arturo Caballero Bastardo