PINTURA Y REALIDAD (Las artes y la realidad)

Las artes y la realidad.

¿Qué es la realidad? ¿Cómo puede ser representada? ¿Qué relación guarda el objeto en sí con su representación? Estas son algunas de las preguntas recurrentes de la filosofía del arte desde Platón a Arthur Danto. También han sido motivo de reflexión por parte de literatos que han dado protagonismo en sus obras a los pintores, escultores y arquitectos inmersos en su proceso de creación. He seleccionado para la primera entrega de este tema tan sugerente tres obras de momentos históricos y planteamientos diversos. Una, filosófica: Pintura y realidad y otras dos literarias: La obra maestra desconocida y El pintor de batallas. Espero que las líneas que siguen os animen a su lectura.

PINTURA Y REALIDAD.

En el año 1977 compré (y leí seguramente por indicación del profesor Martín González) el libro de Etienne Gilson Pintura y realidad, Aguilar, Madrid 1961. A lo largo de estos años he acudido a sus páginas de vez en cuando; no me resulta engorroso porque tengo la costumbre de subrayar los libros –los míos- generalmente en los márgenes estableciendo por medio de asteriscos el valor de lo que me parece más o menos interesante. Sin embargo, ha sido precisamente a la hora de redactar estas líneas cuando me he dado cuenta de la importancia que ha tenido este texto como fuente para conformar la urdimbre de un sistema personal coherente, hasta donde ello es posible, de categorías para analizar las obras de arte.

Como manual resulta de gran utilidad porque, a pesar de tratarse de una serie de conferencias luego reelaboradas, la disciplina intelectual de la que hace gala –pura neoescolástica- ayuda en su estructura y rigor a proporcionar ese mismo rigor y esa estructura al lector interesado que se acerca a sus páginas. Y lo hace desde una primera y humilde declaración de intenciones: “las únicas personas que saben algo de pintura en cuanto arte creador son los pintores”, lo que es de agradecer cuando este aserto procede de quien luego va a redactar casi trescientas páginas sobre el asunto. Fiel a su idea, irá recogiendo innumerables citas de artistas del pincel que sirvan de apoyo a las propias reflexiones que Etienne Gilson (París, 1884 – Auxerre, 1978) realiza.

Los temas tratados son especialmente sugerentes. En el primer capítulo analiza la existencia física de la obra de arte delimitando los elementos que son propios de la pintura y cómo este arte se diferencia de las demás, especialmente de la música asunto de especial importancia en el arte contemporáneo -como espero que hayan aprendido mis alumnos- realizando observaciones sobre esta manifestación artística muy dignas de tenerse en cuenta: “Puesto que las composiciones musicales no tienen existencia física propia, es necesario absolutamente que directores, virtuosos, cantantes y, hablando en general, todo intérprete decida sobre una de las innumera¬bles posibles interpretaciones de un original cuya idea ha muerto con el compositor mismo. Como una idea platónica, la idea original de una composición musical no es nada más que una noción de la mente. Ha¬blando estrictamente, no existe” (pag 34).

En el segundo capítulo estudia la individualidad de la pintura, con reflexiones especialmente interesantes sobre el concepto de original y de las diversas formas de reproducción.

En el tercero afronta los problemas derivados de la duración o pervivencia de la pintura; la autenticidad de la obra de arte y la vida y la muerte de las obras pictórica son algunos de los temas de los que también se ocupa, con reflexiones sobre los estragos del tiempo sobre ellas: “En cierto sentido, lo que admiramos ahora en las obras de los viejos maestros, y lo que sus copistas luchan por imitar, es, principalmente, el daño causado por el paso de los años y los siglos. Si Tintoretto resucitara y volviera a visitar la Scuola di San Rocco, en Venecia, es probable que no reconociera su propia obra” (pag. 82).

El capítulo IV lo dedica al propio ser de la pintura, realizando un interesante repaso a las definiciones que sobre ella se han proporcionado desde la de Vasari: “Una pintura es una superficie plana -tabla, lienzo o muro- cubierta con manchas de color alrededor de un perfil que, estando bien dibujadas sus curvas, circunscribe la figura”  a la de Maurice Denis: “Recordar que antes que un caballo de guerra, una mujer desnuda, o una anécdota cualquiera, una pintura consiste esencialmente en una superficie plana, cubierta con colores reunidos según un cierto orden”, pasando por la de Hipólito Taine: “Una pintura es una superficie coloreada en la que los distintos tonos y grados de luz son distribuidos según un plan; éste es su intimo ser; el hecho de que estos tonos y estos grados de luz formen figuras, ropas o arquitecturas es una propiedad ulterior que no priva a la anterior propiedad de su importancia y derechos”.

El capítulo V está dedicado a la causalidad de la forma, esto es, a la reflexión sobre las relaciones que guardan las pinturas y la realidad; son especialmente importantes las diferencias que establece entre arte y naturaleza, sobre todo en lo que respecta al arte contemporáneo. Presenta el caso de Piero de Cósimo (podría decirse lo mismo de Leonardo) que dejaba volar su imaginación desde manchas de humedad en las paredes, nubes y demás casualidades de la naturaleza que le servían para sus celebrados monstruos; dice Gilson al respecto: “Estas observaciones nos ayudan a comprender que el origen del proceso creador no está en la misma sensación, sino mas bien en la respues¬ta de la imaginación a los estímulos de las percepciones sensibles. Debe¬rá de tenerse en cuenta cuidadosamente esto por las consecuencias que implica respecto a la ambigua noción de tema en pintura. Y es que, en realidad, estas contestaciones a la percepción sensible dadas por la men¬te del pintor son, y serán para nosotros, los temas mismos de sus pin¬turas” (pag. 117). Y la reflexión el proceso de creación a partir del vacío podría haber estado firmada por Matisse: “Cuando el pintor nato se halla frente a una superficie en blanco, experimenta un oscuro deseo de cubrirla con formas. Si la superficie a mano es, p. ej., una hoja de papel blanco, la mano del pintor raras veces resistirá la tentación, como si fuera una vergüenza dejar que haya nada en donde puede haber se¬res. Quienes parecen creer que, en el dibujo, el artista deja que su mano siga simplemente un modelo que contempla su mente, están engañosa¬mente simplificando una operación más complicada. Sin pretender des¬cribirla con claros y distintos términos, digamos al menos que en este continuo intercambio entre la mano y el ojo del pintor, la mano da tanto por lo menos como el ojo. Su contribución consiste en producir, la del ojo en ver la forma que no era sino confusamente concebida por la ima¬ginación. Lo que es cierto del dibujo, resulta igualmente de la pintura. El artista creador, cuya imaginación es perseguida por formas rudimen¬tarias o indistintas, es un hombre cuya mano hará de ellas realmente lo que oscuramente pretenda ser. Para permitirle ver sus propias imágenes, la mano del pintor debe darles ser real” (pag. 130).

Dedica el capítulo VI, entre otras cosas, a establecer las diferencias entre la pintura con el resto de los productos artesanales y, en lo que es más discutible y rancio de todo el libro, a establecer las bases de una estética de la pintura. Debe reflexionarse con atención sobre las consideraciones que establece entre lo bello natural y lo bello artístico y tiene cierto interés por considerar la naturaleza como parte de un proyecto divino aunque naufraguen, a mi entender, algunos de los argumentos utilizados: “No hay una sola obra de arte, tomada en cuanto obra de arte, que tenga otra cosa que hacer sino causarnos el placer contempla¬tivo de gozarnos con su vista. La naturaleza no produce obras de arte; produce artistas que, a su vez, producen obras de arte. Tampoco debiéramos imaginar al pintor como imitando, en su modo limitado, a algún artista más alto cuyo ejemplo él sigue. La es¬peculación estética no esta calificada para determinar la causa final de la creación. Esto pertenece a la teología. Y hasta ahora ningún teólogo ha imaginado que el fin de la creación fuera la producción, por parte del Creador, de seres cuya esencial y única función fuera el agradar al ser vistos. Sin embargo, considerado en cuanto artista, el pintor no hace otra cosa y su trabajo no tiene otro fin inmediato. Los museos re¬presentan la contribución modesta de una de las criaturas de Dios al embellecimiento de la creación. A su modo, y al nivel humano, consti¬tuyen una inapreciable contribución, pero no son nada más. Dios no parece interesado en la creación de pinturas, ni tampoco la naturaleza produce tales seres. Hombres, mujeres, animales, árboles, piedras y las masas colosales de las montañas o de los mares, lagos y corrientes que cubren el planeta son seres diferentes por completo a las obras de arte, y ninguno de ellos está dirigido a servir en principio a un propósito artístico. Se ha observado con frecuencia que los artistas y sus obras nos enseñan a ver la naturaleza como una colección de obras de arte, y no solo la naturaleza, sino también las ciudades, los suburbios y tras¬tos viejos, hasta llegar al patético par de zapatos rotos en el que, si el artista tiene talento, puede hacernos percibir la presencia de cierta belleza. EI hombre es una criatura demasiado pequeña y débil para crear otros objetos naturales, pero está lo suficientemente unido a la materia para moldear partes de ésta con un fin espiritual en el que la naturaleza misma no parece estar empeñada” (pags. 173-174).

El capítulo VII lo dedica a cuestionar si la pintura es una forma de comunicación. La opinión del autor es clara: se trata de procesos distintos porque son distintos sus fines; y hay que tener cuidado con las interpretaciones literarias: “cuando hay mucho que decir sobre una pintura, hay razón para temer que la obra en cuestión pertenezca menos a la pintura que a la literatura. Mal signo es para una pintura el que la gente se sienta impelida a traducirla en palabras” (pag. 177). Por ello no es de extrañar que se cuestione el papel de los teóricos del arte. También se analiza la relación de la obra con el museo con una hilarante anécdota de Renoir a quien Gambetta le dice que le pida cualquier puesto administrativo salvo el de director de un museo, aunque sea de provincias, porque no realizaría una política expositiva neutral. Merece una reflexión su defensa de un arte a disposición de todos pero no necesariamente determinado por todos.

El capítulo VIII lo dedica a la imitación y la creación, asunto de especial importancia en lo que respecta al arte contemporáneo. Y a sus propios límites: “La pintura mo¬derna se halla en la conocida situación del revolucionario que, después de luchar años y años por conquistar la libertad completa respecto a ciertas opresiones, se halla de súbito enfrentado, por haber logrado la victoria, con el problema más difícil todavía de no saber que hacer con su libertad. Si la pintura contemporánea tiene un drama, es éste. La victoria del abstraccionismo ha sido tan completa que ahora hace falta mucho más valor e independencia en un pintor para ser más o menos representativo que para seguir la muchedumbre de los que ha¬llan más provechoso el explotar, para su propio beneficio, las facilidades de la ausencia de forma. No se puede negar el hecho: la pintura es libre ahora” (pag. 219) anticipando, sin saberlo, la respuesta que darán al problema los nuevos realismos y del Pop Art. También estudia las relaciones de la pintura con la ilustración y con la fotografía, a la que se cuestiona como arte “artístico”: “La pregunta tantas veces formulada, ¿es la fotografía un arte?, puede contestarse afirmativamente. Puede ser un arte, en efecto, pero como es un arte cuyo fin es imitar, la fotografía no es una variedad del arte de la pintura. La fotografía debe considerarse mas bien como una variedad mecánica del arte de ilustrar. Su inmensa popularidad, y la autentica pasión que pone al servicio de sus objetos, testifica el amor natural del hombre por formar imágenes. La fotografía es la artesanía de aquellos a los que la naturaleza no ha bendecido con el don de la pintura” (pag. 225). Para aclarar más las cosas, apoyándose en Delacroix, define a la pintura como creación: “No tiene objeto el añadir a la realidad imágenes de los seres naturales, que, por no ser sino sus imágenes, no añaden nada a la rea¬lidad. Lo que verdaderamente importa es lograr no una imagen, sino una cosa; no añadir una imagen a la realidad, sino una realidad a la reali¬dad” (pag. 235).

El libro se cierra, capítulo IX, con un acercamiento a la significación de la pintura moderna que, curiosamente, es un retorno a sus propios orígenes: “Durante el largo episodio que duró desde el fin del siglo XV hasta el comienzo del arte no representativo, los pintores, en lugar de instalarse firmemente sobre el terreno de la naturaleza, progresiva o regresivamen¬te, se deslizaron hacia el terreno de la imitación, representación, y, en resumen, trocaron el hacer por el conocer. La imitación -esto es, la representación de la realidad tal como parece ser- está del lado de la cien¬cia o, para usar, una palabra más modesta, del conocimiento. Reducida a su más simple expresión, la función del arte moderno ha sido la de restaurar la pintura a su primitiva y verdadera función, que es conti¬nuar por medio del hombre la actividad creadora de la naturaleza. Ha¬ciendo esto, la pintura moderna no ha destruido nada, ni tampoco ha condenado nada que pertenezca a cualquiera de las legitimas actividades del hombre; ha recuperado simplemente la clara conciencia de su pro¬pia naturaleza y recobrado su lugar entre las actividades creadoras del hombre”. Este proceso creativo es siempre consciente, desechándose el concepto de azar o de casualidad: “Estas dos características de imprevisibilidad y libertad son tanto más notables cuanto que, según el unánime testimonio de los pintores, nada es más peligroso para ellos que confiar en la suerte. La clase de imprevisibilidad que caracteriza la obra de arte es muy diferente de la que confía en el azar. Ningún artista verdadero deja nada al azar. Solo que, cuando todo ha sido previsto, preparado y calculado, el pintor creador no sabe aun lo que su obra va a ser. Lo que él ha calculado no es tanto su trabajo como el camino que va a seguir para realizarlo. Un artista se parece algo a un hombre que, antes de tomar una decisión de importancia vital, reúne todos los hechos importantes referentes al caso, pesa las varias determinaciones posibles, calcula sus probables conse¬cuencias, y todavía, sin embargo, no sabe lo que en última instancia decidirá su voluntad. Estos son los momentos clásicos de la descripción filosófica del acto libre. Lo mismo que la previsibilidad mira a la determinación, la imprevisibilidad mira a la libertad. La verdadera significación de la palabra creación en los escritos de los pintores es prácticamente la misma que la de la palabra libertad cuando se entiende en este sentido” (pags. 245-246).

Pintura y realidad, de Etienne Gilson, termina con un soberbio canto al riesgo de aceptar lo nuevo: “No se debe temer tampoco el embarcarse en las aventuras un tanto extrañas a que nos invitan algunas de estas obras maestras. Solo puede ocurrir que algunas de ellas permanezcan siempre para nosotros como esos dominios secretos de los cuales, en sueños, intentamos vanamente hallar la llave. En tales casos nunca sabremos quien tiene la culpa, pero la ventaja la lleva el genio. Quien se expone sinceramente al arte creador y está de acuerdo con él y participa en sus avatares será re¬compensado con frecuencia por el descubrimiento, gozosamente hecho, de que una interminablemente creciente acumulación de belleza esta realizándose, incluso ahora, sobre este planeta habitado por el hombre. En un nivel aún más elevado, sabrá de un alborozado sentimiento de hallarse en contacto con lo más análogo que hay en la experiencia hu¬mana al poder creador del que todas las bellezas del arte, así como de la naturaleza, proceden últimamente. Su nombre es Ser” (pag. 255). Y este hecho es aún más importante en cuanto que las estructuras mentales de las que parte (era un especialista en Santo Tomás de Aquino) y la forma intelectual, neoescolasticismo, desde la que afronta el problema pueden parecer mucho más añosas que los casi sesenta años que han transcurrido desde que 1957 dictara sus conferencias en The A. W. Mellon Lectures in the Fine Arts en The National Gallery of Art de Washington.

Espero que el interés de las citas os hagan olvidar la premiosidad con la que me he detenido en este libro que, aunque de sabor rancio, posee en sus páginas la solidez de las cosas que están hechas para durar.


Por Arturo Caballero Bastardo.